Opinión

Las falsas democracias por restaurar

A propósito del Día Internacional de la Democracia

Segundopaso – ¡Viva la democracia, viva la libertad! Cuántos significados y propósitos se esconden tras esta exclamación tantas veces proferida por tiranos y libertos, invasores y rebeldes. En ella rige la subjetividad del individuo, habitante de una nación-sistema fabricada sobre la base de sus aspiraciones y desesperanzas, mermas, beneficios y conquistas socioeconómicas (reales o imaginarias); o bien, es el grito de “guerra” de los destructores del mundo, aunque también la vemos cristalizar en la boca de quienes dan su vida por una justa causa

La democracia es como la luna, de rostro cambiante, clara en su teoría, pero ambigua en su práctica. Es una tela que ondula y se transfigura atada. al asta de quienes la enarbolan. Un reflejo del espíritu de los que ejercen el poder y de los que se subordinan o contraponen a este, o participan de él para su beneficio o perjuicio, para su libertad u oprobio.

Desde su nacimiento hasta el presente el concepto de democracia se ha llenado de contenido. Cada conquista social lo ha acrisolado como el ideal para el vivir bien. Desde la perspectiva occidental, el origen tanto del término como del concepto tiene lugar en Grecia, sin embargo, las teologías monoteístas demuestran la existencia, desde muy antiguo, de bases éticas y morales para la convivencia social, bajo el amparo de un gobierno de paz, justicia y equidad; incluso, la mayoría de las culturas originarias practican desde hace milenios el sentido de propiedad colectiva, el trabajo mancomunado y la participación de todos en los asuntos comunitarios.

Asimismo, existe el consenso de que la democracia constituye una forma de organización social donde el poder es ejercido por el pueblo soberano. En efecto, la declaración de los Derechos Humanos (artículo 21.3) expresa claramente que “La voluntad del pueblo será la base de la autoridad del gobierno”. O como lo reafirma la Resolución de la ONU (62/7), aprobada por la Asamblea General el 8 de noviembre de 2007, mediante la cual se declara el 15 de septiembre como el Día Internacional de la Democracia: “La democracia es un valor universal basado en la voluntad libremente expresada de los pueblos de determinar su propio sistema político, económico, social y cultural, y en su participación plena en todos los aspectos de su vida”.

Esta titularidad es intransferible. La ciudadanía es el Poder Constituyente que le confiere legitimidad al poder constituido elegido por ella. Es decir, la democracia cobra forma y estructura en la figura del Estado, pero las decisiones de este deben corresponderse con las aspiraciones de la mayoría. El colectivo, por su parte, debe ejercer ese derecho de participación de forma directa y no representativa. No obstante, la puesta en práctica de estos mecanismos de participación está siempre regida por una subjetividad que, si desconoce los postulados básicos y universales, podría terminar desfigurando la esencia misma de la democracia. Cuando esto sucede se impone la democracia liberal burguesa y el neoliberalismo.

En consecuencia, cuando se afirma que “la democracia es el gobierno del pueblo” debería bastar para que sean invalidados muchos modelos autoproclamados democráticos, particularmente los que se emparentan con esa democracia liberal burguesa y su aparato socioeconómico neoliberal.

Democracia es una forma de convivencia entre iguales en el marco de un contrato colectivo que garantice derechos y deberes, expresados en el libro del pueblo que es la Constitución y el corpus de leyes que se derivan de este y garantizan esos ideales de convivencia. Esto es una República fundamentada en el poder popular. El modelo neoliberal es antagónico a estos ideales supremos.

El Día Internacional de la Democracia, decretado hace trece años mediante la Resolución ya mencionada, debería servir para avivar el debate y actualizar la semántica de este concepto tan manido, secuestrado y ultrajado por el poder hegemónico. Resulta imposible no aprovechar esta fecha para desenmascarar una vez más a Estados Unidos y a todos aquellos países que se ufanan de ser modelos para la humanidad en cuanto a libertades ciudadanas, y hacerlo a la luz de esta Resolución.

El documento reafirma, por una parte, que los valores y principios fundamentales, universales e indivisibles surgen de la relación inexorable, interdependiente y de mutuo fortalecimiento entre los derechos humanos, el estado de derecho, las libertades fundamentales y la democracia. Esto significa que no existe democracia donde se violen tales valores y principios, así como tampoco habrá libertades ni derechos donde se violente la democracia.

La Resolución en cuestión es un apoyo del sistema de las Naciones Unidas para la promoción y consolidación de las democracias nuevas y restauradas, de modo que no presta atención a las “falsas democracias por restaurar”, como las de Estados Unidos e “Israel”, entre otras. Al colocar a estos países sobre esa balanza quedarían completamente fuera del espectro democrático. En el caso de los Estados Unidos, las casi cincuenta millones de personas en condición de pobreza (más que toda la población de Colombia) y en situación de calle podrían dar fe de ello; o el sistema carcelario norteamericano, que se ha convertido en un negocio lucrativo y sirve al mismo tiempo como depósito humano de la población afroamericana y latinoamericana; un país donde el abuso policial se atiza contra las clases sociales más vulnerables y tiene un vergonzoso y barbárico componente racista, donde los uniformados actúan como verdugos o sicarios del Ku klux klan y cometen ejecuciones extrajudicales públicas y a plena luz del día, confiados en que el “color blanco” de su piel les proporcionará impunidad y protección.

La Resolución de la ONU reafirma, por otra parte, que no existe un modelo único de democracia y que ningún país o región puede declararse dueño de esta o arrogarse el derecho de imponer su visión o proyecto, lo cual conduce inexorablemente a un principio inviolable: el respeto de la soberanía de los países. Ninguna nación, en nombre de su modelo democrático, puede valerse de su poderío militar y económico para subyugar a otro país y transgredir su derecho a la libre determinación e integridad territorial.

De ser así, las decenas (o centenares, si colocamos en el tablero las nuevas tecnologías y los contratos con corporaciones de servicios mercenarios) de invasiones militares, golpes de estado, bloqueos navales, cañoneos, incursiones y cobardes escaramuzas que Estados Unidos ha realizado en Nuestra América durante los siglos XIX, XX y XXI hacen que este modelo no encaje en el perfil del buen demócrata. Más de ochocientas bases militares estadounidenses (casi ochenta en América Latina y el Caribe) acordonan el mundo y apuntan sus armas a los sistemas de gobierno que el imperio señala (más bien decreta) como forajidos, terroristas y dictatoriales, “amenazas inusuales y extraordinarias”, por el simple hecho de no estar alineados a sus intereses.

La ambición por el control económico global ha propiciado una superestructura macabra, totalmente deshumanizada y deshumanizadora; y altamente peligrosa, dado que no asume su verdadero rostro, sino que se esconde hipócritamente bajo el rótulo de “democracia” para así legitimar su falso y depredador aparataje. Por tal razón, los países que integran el trípode Estados Unidos, Estado ilegítimo de Israel y Unión Europea, asesinos masivos y sistemáticos, dentro y fuera de sus confines, tienen el descaro de vanagloriarse como supuestos paladines internacionales de la democracia y como impolutos paradigmas a seguir.

En el caso del nefasto Donald Trump, la apariencia se hizo a un lado y las palabras acompañan enfática y abiertamente sus valores y acciones supremacistas y neocoloniales. Esta ilimitada arrogancia tan descabellada como patética y absurda demuestra lo que siempre se ha afirmado desde el lado de la verdad: un imperio nada tiene de democrático, una hegemonía asesina no guarda relación alguna con el bien y la justicia, ningún Estado opresor puede velar por el bien de los suyos y de la humanidad.

Por otro lado, la pandemia del COVID19 ha servido para desenmascarar aún más las posturas reaccionarias, fascistas, conservadoras, nada humanistas y mucho menos democráticas de estos países, y de sus satélites latinoamericanos: Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú y Brasil, entre otros. Los importantes desafíos sociales, políticos y legales que ha generado esta crisis han servido para examinar y evaluar la solidez de algunos sistemas considerados democráticos. Los resultados son notorios. En el caso de los más grandes (Estados Unidos y Brasil) la responsabilidad social ante esta pandemia ha sido inversamente proporcional a su poder económico, militar y político, y diametralmente opuesto a la imagen que han popularizado en el mundo como países con democracias ejemplares; es decir, han sido fieles a sus principios oscuros:  todo por la hegemonía y nada para el pueblo.

Luego están los casos más infamantes, la rastrera traición ecuatoriana, la autocracia golpista boliviana apuntalada por el cristianismo extremista, el desclasamiento, el empresariado y la burguesía y, por último, el impresentable gobierno narco paramilitar colombiano, reducido a mera guarida de su propio perseguidor y esclavista; “el Israel de América Latina”, como muchos lo han bautizado. Todos ellos totalmente apáticos e indolentes ante el sufrimiento de sus connacionales.

¿Acaso una democracia no debería atender con total entrega y sacrificio a los que padecen esta enfermedad, subordinar lo económico a la salud colectiva y poner sus instituciones al servicio del pueblo? Por el contrario, en estos países ha habido una total indefensión del estado de derecho y se han irrespetado las normas internacionales y los principios básicos de legalidad.

En el caso de Venezuela, la pandemia ha sido una oportunidad para que Estados Unidos lleve adelante sus planes de desestabilización. Para ello ha utilizado a Colombia como plataforma de sus operaciones mercenarias y paramilitares, aprovechando las nueve bases del Comando Sur y que son espinas clavadas en el alma del pueblo latinoamericano; y lo que es más ignominioso, se ha utilizado el virus COVID19 como arma biológica. Carentes de todo escrúpulo, el gobierno colombiano ha contaminado a los repatriados venezolanos para que ingresen al país evadiendo los controles sanitarios, o los han execrado del sistema de salud, pauperizado y perseguido hasta el punto de que traspasen la frontera por las trochas o caminos no controlados.

Que sirva entonces este Día Internacional de la Democracia para debatir acerca de la democracia liberal burguesa y la democracia popular y participativa. Que se declare el antagonismo entre estas y que la primera de ellas sea despojada de todo calificativo democrático debido a sus prácticas contrarias a los valores y principios fundamentales, universales e indivisibles. Que se condene el neoliberalismo como un arma de destrucción masiva, que la canalla depredadora quede desenmascarada y sus democracias fallidas sean restauradas. Que la ONU, bajo el espíritu de su Resolución reivindique a los pueblos y gobiernos soberanos y emancipados. En ellos, a pesar de su diversidad, está la continuidad de la democracia en su sentido más universal y verdadero.

Ramón Medero

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