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La Hecatombe de Hiroshima y Nagasaki: Novela Negra y Ética Científica

Segundopaso – Resulta bastante irónico que dos armas diseñadas para provocar el exterminio masivo de seres humanos, la destrucción de la infraestructura de grandes metrópolis y severos efectos en todo el planeta, hayan sido bautizadas con nombres que recuerdan a una novela o a un personaje de una película famosa. En efecto, el físico Robert Serber (pupilo de Robert Oppenheimer, el “padre de la bomba atómica») se inspiró en el género literario conocido como “novela negra” para asignar los nombres claves a los primeros dispositivos nucleares diseñados por Estados Unidos.

El apodo derivó del aspecto o forma de las carcasas de las bombas. Así, el diseño de fisión de tipo balístico o pistola de plutonio, por ser de cuerpo alargado, se le apodó Thin Man, en clara referencia a la novela El hombre delgado (The Thin Man, 8 de enero de 1934) de Samuel Dashiell Hammett; obra que fue llevada al cine por la Metro Goldwyn Mayer y dirigida por Woodbridge Strong Van Dyke II (mayo 1941). No obstante, este diseño de fisión no aportaba garantías suficientes para su uso con plutonio, por lo cual se desarrolló un arma mucho más sencilla, llamada Little Boy, que utilizaba uranio-235. Por cierto, y para enfatizar la ironía a la que nos referimos, los ganchos que sujetaron esta bomba al avión Enola Gay para ser lanzada sobre Hirosnhima, fueron diseñados por Herber (Zeppo) Marx, uno de los cinco Marx Brothers (Chico, Harpo, Groucho, Gummo y Zeppo), cómicos estadounidenses muy famosos por sus comedias musicales, el manejo de la sátira, el humor del absurdo y el humor seco.

El otro diseño era de implosión, también de plutonio pero mucho más complejo que Thin Man. Su carcasa era robusta y de formas redondeadas, motivo por el cual este “imaginativo” científico lo llamó Fat Man, en alusión al personaje Kasper Gutman (“El hombre gordo”) protagonizado por Sydney Greenstreet en la película The Maltese Falcon (El halcón maltés, 1941), largometraje dirigido por John Huston y basado en la novela homónima (1930) de Dashiell Hammett. Por cierto, para mantener la coherencia en las designaciones, pudieron haber llamado Finger Man a la bomba que cayó sobre Hiroshima, como referencia a la novela corta de Raymond Thomton Chandler, The finger man (El hombre dedo, 1946), expresión que designa al delincuente o cómplice que señala con su dedo a alguien para ser asesinado o robado.

Es curioso que la pila bautismal fuese la novela negra. Este género literario y, por ende, el cine que basó sus guiones en esas historias policiacas y detectivescas, retratan el mundo profesional del crimen o crimen organizado estadounidense de los años 30 y 40. Es el “Simple arte de matar”, parafraseando el título de un ensayo de Chandler (1950). Hay en esta narrativa una atmósfera opresiva que incita al miedo y donde se suceden escenas violentas. Así que es imposible no preguntarse ¿Acaso la escogencia de este género encierra cierta ironía y sarcasmo por parte de aquellos científicos que estaban al servicio de la corrupta e inmoral maquinaria política y militar de Estados Unidos? Un país de gánsteres que estaba a punto de convertirse en el más despiadado asesino de la historia y un opresor a escala global, bajo la falsa excusa de que urgía acabar con la guerra del Pacífico y evitar más bajas estadounidenses.

Otra interrogante ¿Serber y el resto de los científicos que participaron en el Proyecto Manhattan, estaban realizando consciente o inconscientemente un ejercicio comparativo entre su trabajo sucio y las tramas de aquella narrativa? ¿Una analogía entre el desasosiego, la incertidumbre y la violencia, que son rasgos característicos de estas obras, y la tarea que ellos desarrollaban, a contrarreloj, como armeros de una hecatombe monstruosa? Ciertamente estaban conscientes de que la bomba poseía un inmenso poder de destrucción, aunque era todavía desconocida la escala real de ese poder y sus efectos colaterales. A pesar de los resultados de la única prueba realizada, Trinity (Nuevo México, el 16 de julio de 1945), no se sabía con precisión cuántos estragos causaría sobre las ciudades, las personas y el planeta. En todo caso, la muerte era un componente clave en el cómputo y arquitectura de sus diseños.

Nada justificaba la construcción de este artefacto, aunque podemos aceptar que los estudios de la energía nuclear eran inevitables y necesarios si se encaminaban hacia la paz y el bien común. Así que quedaba fuera de toda lógica científica, militar o política asesinar o causar graves lesiones a decenas de miles de civiles para lograr la rendición del emperador japonés. La verdad era que Japón ya estaba derrotado. Los bombardeos sistemáticos de los B-29 habían arrasado la gran mayoría de las ciudades. Tal vehemencia e impiedad había alcanzado, desde hacía meses, la categoría de genocidio. Solo en Tokio, durante la madrugada del 10 de marzo de 1945, centenares de aviones lanzaron, a baja altura, casi dos mil toneladas de bombas armadas con una mezcla infernal de napalm y fósforo blanco. La temperatura de la ciudad llegó a casi mil grados centígrados y hubo más de cien mil muertos. ¿Por qué entonces lanzar, no una, sino dos bombas atómicas?

La respuesta es tan sencilla como siniestra. Elevar dos nubes radioactivas a miles de metros no era mera bravuconada, ni con ello se buscaba terminar con una guerra, sino anunciar al mundo que Estados Unidos estaba destinado a ser el país más poderoso y opresor del planeta en el ámbito militar, una clara amenaza para todo aquel enemigo que quisiera arrebatarle este vergonzoso sitial como el país más bárbaro y falsario de la historia. Paradójicamente, el presidente Truman y la industria asesora y armamentística lograron, en dos días, lo que el nazismo no pudo imponer en varios años de guerra e invasión. Aquello contra lo cual combatían los yanquis era, precisamente, su verdadero objetivo: el dominio del mundo, aunque desde una perspectiva y modelo diferentes, pero igualmente fascistas. De este modo, Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945, respectivamente, se convirtieron en enormes campos de prueba y en propaganda intimidatoria.

Por su parte, los científicos mercenarios que participaron en este atropello contra la dignidad humana, se ampararon en cobardes argumentos como los que posteriormente acuñó Oppenheimer: “El científico sólo es responsable ante la ciencia”, por ejemplo; o esta otra frase: “No es responsabilidad de los científicos decidir si se debe utilizar o no una bomba de hidrógeno”. De acuerdo con este pensamiento, la condición de científico les permitió participar en el desarrollo de armas de destrucción masiva, recibir probablemente una paga bastante onerosa y muchas prebendas por ello, y al mismo tiempo lavarse las manos respecto al uso que se les daría a esas armas. Se trata de una doble moral, un artilugio ético que les permitió hacer abstracción de los principios humanistas y espirituales más básicos y universales. Sin embargo, no hay manera de afirmar que la ciencia es absolutamente neutra desde el punto de vista ético y político. Esto constituye una doctrina sin fundamento alguno. Igualmente, el científico y el técnico no pueden ser imparciales ni eludir la responsabilidad sobre sus trabajos investigativos o la ejecución de sus proyectos.

“La despolitización es la ideología de la tecnocracia misma” dijo André Gorz (1969). Sin lugar a dudas, aquellos físicos se mostraron dóciles ante las demandas de sus financistas y del poder gubernamental, corporativo y militar que alquiló sus conciencias. Sencillamente, se convirtieron en tecnócratas regidos por esa falsa doctrina de la imparcialidad ética. Pero la historia ha demostrado, una y otra vez, que tras esas posturas ambiguas subyace siempre un aparato teórico- conceptual que deja impreso un espectrograma del componente moral e ideológico de cada obra realizada por el ser humano. No hay grado cero. En el caso que nos atañe, se trataba de lograr un objetivo vergonzosamente supremacista, racista y de total irrespeto hacia la vida y la creación toda. En consecuencia, el milenario pueblo nipón fue utilizado como conejillo de indias y sus ciudades como maquetas a escala natural donde ensayarían dos tipos de bombas, una a base de uranio (Litle Boy) y otra a base de plutonio (Fat Man). Todo por el bien de la ciencia.

Esta sobrevaloración de la ciencia por parte de los físicos y la descarada irresponsabilidad con que actuó el gobierno norteamericano no pueden ser banalizadas. No hay make up posible. Mensajes de dudoso arrepentimiento, como las resbalosas frases de Oppenheimer: “Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos” (citando el poema épico Bahagavad-Gita), parece más bien jactancia que lamento tardío. Es sabido que supuestamente algunos fueron víctimas del “antijudaísmo” o de la caza de brujas por sus viejas, tímidas o aparentes simpatías con la izquierda; o execrados por su disidencia respecto a grupos de asesores élite en materia de seguridad nacional. Finalmente, alzaron su voz como fieros paladines a favor de tratados internacionales para el control y uso de armas nucleares. La verdad es que los estadounidenses han sido siempre muy hábiles en relativizar las atrocidades que cometen, de manera que todos permanezcamos inmutados ante el genocidio, la injerencia, la violación del Derecho internacional y de los derechos humanos que practican con total impunidad. Para ello, el imperio militar y económico cuenta con otro imperio, el mediático, igual de canalla, que maquilla y perfuma impúdicamente la barbarie.

Dicho esto, estoy cada vez más convencido de que la hecatombe del 45, las pruebas atómicas que se realizaron a razón de una bomba cada nueve minutos a lo largo de cincuenta años (en el mar, bajo tierra, en el espacio, en la superficie) y los accidentes ocurridos en varias plantas nucleares, han convertido a toda la humanidad en sobreviviente de la radiación. Todos tenemos trazas de carbono 14 radioactivo en nuestras células, todos somos hibakusha y todos somos personajes de una novela negra. No fue algo fortuito, reitero, que los hacedores de muerte apelaran a la simbología escondida en aquellos nombres: Thin Man y Fat Man. Por el contrario, querían anunciar con esos apodos que estaba por venir un estado aún mayor de injusticia, muerte, incertidumbre, corrupción y abuso del poder político y económico, similar a lo que Dashiell Hammett describía en sus novelas y a lo que se proyectaba en el cine sobre la sociedad norteamericana de aquellos años; solo que el escenario era el mundo y las víctimas la humanidad y el planeta. Fisión y no ficción. Una verdadera novela de misterio realista donde verdaderos asesinos actúan sin que la violencia y la muerte los acongoje.

O como dice el propio Raymond Chandler, refiriéndose a la novela de detectives: “el asesinato es un acto de infinita crueldad, aunque los que lo cometen tengan a veces el aspecto de jóvenes de la buena sociedad, profesores universitarios o encantadoras mujeres maternales, de cabello suavemente encanecido.

Ramón Medero

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