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Producir la revolución: trabajo inmaterial y cambio social

Segundo Paso para Nuestra América – La pandemia de COVID 19 está configurando un nuevo paradigma en el modo de producción capitalista y, con ello, la consolidación de distintas formas de trabajo inmaterial. Se trata de un nuevo mapa de poder que se construye a partir de una industria que se vale de la bigdata y el análisis de macrodatos. El modelo manufacturero carbonífero va quedando rezagado y obsoleto frente a este nuevo sistema de explotación global de tipo digital. No obstante, los relacionamientos que tienen lugar dentro de este modelo producen una serie de condiciones que posibilitan el cambio social. Una revolución en potencia.

El mundo atraviesa actualmente un cambio de paradigma en el modo de producción. En realidad, son varios cambios que, entre sí, ensamblan la estructura de una nueva forma capitalista de producir, no solo riqueza y capital, sino también, al mismo tiempo y con igual importancia, formas de vida y de relacionamiento social. La globalización, junto al dogma neoliberal utilizado por los grandes poderes económico-políticos como ideología para la dominación y explotación de las poblaciones del sur, han forzado el establecimiento de las condiciones de posibilidad para la emergencia de una subjetividad social conformada por múltiples sujetos subalternos que convergen en el horizonte antagónico de su oposición al régimen de poder devenido en sistema-mundo. Uno de estos cambios es la consolidación de las distintas formas de trabajo inmaterial en el centro de las relaciones actuales de producción. Al producir riqueza, al tiempo que produce subjetividad y formas de vida, el trabajo inmaterial adquiere la potencialidad de ser agente de una revolución posible.

La base material

Primero, comprendamos la situación actual del sistema capitalista global y cómo se configura el nuevo mapa de poder. El filósofo japonés Jun Fujita Hirose señala en su libro “¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo?” (2021) que la pandemia de COVID-19 ha acelerado la transición del régimen de acumulación basado en la hegemonía estadounidense y la centralidad sistémica de los hidrocarburos como fuente de energía, a uno nuevo donde la potencia hegemónica es China y las llamadas tierras y metales raros, necesarios para el funcionamiento de todo el ecosistema digital, son el paradigma material energético.

Hirose describe de manera formidable las implicaciones de las medidas adelantadas en todo el mundo en medio del shock generado por la crisis sanitaria y el confinamiento global. Vale la pena citar este párrafo:

“Las clases dirigentes del mundo están de acuerdo por unanimidad en poner en marcha la ‘transición verde y digital’ de la economía mundial. No solo los planes de recuperación o de estímulo anunciados y/o ya implementados por diferentes gobiernos bajo la crisis del COVID-19 pretenden favorecer un nuevo desarrollo económico basado en la descarbonización y la digitalización –más allá de un mero rescate de los sectores dañados a raíz de las medidas sanitarias tomadas (confinamiento, distancia social, etcétera)–, sino que estas medidas mismas ya favorecen de modo espectacular e irreversible la transición digital en todos los niveles de la vida económica, en todas las regiones del planeta. Las multinacionales digitales registran récords de ganancias en 2020, en contraste con una inmensa pérdida de ganancia en los ramos clásicos tales como la industria automotriz, el transporte aéreo, el turismo, el comercio tradicional (o sea, no electrónico), etcétera. ¿Cuál es el punto común que une la transición digital a la verde? Ambas exigen una producción eléctrica masiva y una extracción intensa de los metales raros y, en particular, de las tierras raras. Si los países del Sur ya han estado llevando a cabo megaproyectos extractivos desde la primera mitad de los años 2000, la transición verde y digital necesariamente intensificará ese proceso neoextractivista y ratificará definitivamente el ‘consenso de los commodities’ (Maristella Svampa), que ya ha reemplazado al ‘consenso de Washington’, consenso neoliberal que dominó la década de los noventa con la imposición de sus programas de ajuste estructural a los países del Sur. La transición verde y digital es depreciación de los viejos capitales ligados al régimen petrolero y creación de nuevos capitales potentes al mismo tiempo”.

Estas son las bases materiales de la “economía digital”, que se ha ido desplazando hacia el centro del sistema, aumentando aceleradamente su importancia cualitativa y cuantitativa. Pero, además del desarrollo de una industria extractiva centrada en la minería de metales raros y la producción de dispositivos electrónicos de distinta índole, este nuevo paradigma incluye también la hegemonía de la producción digital. El mundo hiperconectado produce un mercado gigantesco basado en la atención.

El centro digital

Millones de personas permanecen grandes cantidades de tiempo frente a pantallas, consumiendo todo tipo de información y relacionándose con otros a través de dispositivos. Es un público cautivo, de dimensiones planetarias que está listo para recibir publicidad a cambio de contenido “gratuito”. Toda actividad digital deja rastros, en forma de datos, que dan cuenta de ella. La acumulación de estos datos permite la conformación de grandes bancos de información estadística que reúnen los gustos, preferencias de consumo, inclinaciones y deseos de todo el que utiliza sistemas dependientes de internet. Esto es una gran “mina de oro digital”. De esas bases de datos se extraen valiosísimos análisis que sirven para refinar la oferta de publicidad digital y aumentar las ventas de todo tipo de productos a niveles sorprendentes.

La psicóloga social estadounidense Shoshana Zuboff ha bautizado esto como “capitalismo de vigilancia”. En su libro “El auge del capitalismo de vigilancia: la lucha por un futuro humano en la nueva frontera del poder”, explica cómo Google se ubica en el origen de este paradigma industrial:

“Google impuso con éxito la mediación informática en nuevos y amplios dominios del comportamiento humano a medida que las personas buscaban en línea y se relacionaban con la web a través de una lista cada vez mayor de servicios de Google. A medida que estas nuevas actividades se informatizaron por primera vez, produjeron recursos de datos completamente nuevos. Por ejemplo, además de las palabras clave, cada consulta de búsqueda de Google produce una estela de datos colaterales como el número y patrón de términos de búsqueda, cómo se redacta una consulta, ortografía, puntuación, tiempos de permanencia, patrones de clic y ubicación. Al principio, estos subproductos del comportamiento se almacenaban al azar y se ignoraban operativamente. Con frecuencia se le atribuye a Amit Patel, un joven estudiante de posgrado de Stanford con un interés especial en la ‘minería de datos’, la visión innovadora sobre la importancia de los cachés de datos accidentales de Google. Su trabajo con estos registros de datos lo persuadió de que se podían construir historias detalladas sobre cada usuario (pensamientos, sentimientos, intereses) a partir de señales no estructuradas que siguieran cada acción en línea. Estos datos, concluyó, en realidad proporcionaban un ‘amplio sensor del comportamiento humano’ y podrían utilizarse de inmediato para hacer realidad el sueño del cofundador Larry Page de la búsqueda como una inteligencia artificial integral”.

Por eso los datos se han convertido en uno de los activos más valiosos de la actualidad. Hay empresas millonarias dedicadas a actuar como “data brokers”, es decir, adquieren y renegocian bancos de datos de comportamiento digital de poblaciones enteras. Es la llamada “revolución del Big Data”. Los análisis de macrodatos sirven para optimizar la venta de productos de cualquier tipo, desde objetos materiales como viviendas, autos, comida, ropa, joyas, libros, etc., hasta productos inmateriales como ideas políticas, religiones o entretenimiento.

Cada año, las grandes empresas tecnológicas (Amazon, Google, Facebook, Apple) avanzan a pasos agigantados en los ránquines de capitalización de mercado, compartiendo los primeros lugares con las grandes firmas financieras y de telecomunicaciones. Sus modelos de negocio, basados en la economía de la atención, y otras formas productivas asociadas a ellos, como la “producción de contenidos”, se han vuelto paradigmáticos.

Esta transición, el auge de este modelo industrial que va desplazando al decadente modelo manufacturero carbonífero, ha generado dos líneas fundamentales de actividad productiva. Por un lado, están los trabajadores primarios, los que extraen materiales de las minas, procesan esos materiales, producen los aparatos y la energía. Estos se ubican mayormente en la periferia, o el sur global. Por el otro, están los trabajadores que hacen posible los nuevos modelos de negocio, los que desarrollan los softwares, los vendedores, publicistas, diseñadores, escritores, etc., que se ubican principalmente en los países del centro o norte global.

Naturalmente, se trata de tendencias dinámicas. En ambos lados del espectro geopolítico están presentes los dos tipos de trabajo, solo que la relación varía de acuerdo a la conformación de las economías nacionales en función de su posición en la división internacional del trabajo. Sin embargo, el crecimiento exponencial de los capitales de las nuevas corporaciones y de su importancia en el sistema hacen que avance paulatinamente una migración de la actividad laboral, incluso en economías del sur. Las llamadas economías emergentes son un ejemplo de este movimiento, con países que comparten ambas posiciones geoproductivas, como los miembros del llamado grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Suráfrica), siendo China el paradigma extraordinario que se extrae incluso de ese grupo. Como señala Jun Fujita Hirose, los chinos son los únicos capaces de, verdaderamente, abarcar la economía global con perspectivas de largo plazo. “China no es del Norte ni del Sur, sino el único país bisagra entre ambos, lo que la dota de una potencia singular en el contexto geopolítico actual”.

Este proceso de “desmaterialización” de la actividad productiva en el centro del capital venía desarrollándose desde hace décadas, comenzando con la financiarización de la economía en los años 70, que produjo una larga crisis económica que perdura hasta nuestros días, en medio de la cual el capitalismo encontraba brechas reproductivas y generaba nuevas formas de relacionamiento laboral. Las actuales tendencias del “emprendedurismo” y el “autonomismo”, tienen su origen en estos microciclos capitalistas que, con el auge de la informática y las telecomunicaciones a finales de los 80 y durante toda la década de los 90, dieron paso al establecimiento de un nuevo paradigma social y cultural. Este último tiene como correlato directo la consolidación de un modelo jurídico-político basado en una soberanía global, que Toni Negri y Michael Hardt denominan “Imperio”.

La centralidad del trabajo inmaterial

El imperio está determinado por el momento en que la dominación imperialista alcanza un límite en su proceso de expansión y explotación de territorios externos, procurando entonces garantizar la acumulación y el incremento de la plusvalía relativa mediante “lógicas internas”. La informatización de la producción permite una reorganización tecnológica del capital, que fue obligada y motorizada a su vez por las luchas de las clases trabajadoras de los países del centro, que forzaron consensos sobre mejoras salariales y beneficios laborales que tendían a disminuir la tasa de ganancia.

El sector servicios, también llamado sector terciario, con el despegue y aceleración de las formas de comunicación e intercambio (globalización) hacían posible desplazar el centro del modelo de producción hacia un territorio “virgen” ubicado dentro de un sistema que, cada vez más, abarcaba todo el planeta. Las nuevas tecnologías electrónicas y digitales facilitan la descentralización de la producción, lo que a su vez permite y promueve la deslocalización o desterritorialización de los procesos productivos.

Naomi Klein, en su extraordinario libro titulado “No Logo”, describió el proceso mediante el cual las corporaciones decidieron romper la estructura productiva y, en resumen, mandar las cadenas de producción material hacia los países subordinados, donde se “beneficiaban” de menores salarios y condiciones laborales paupérrimas que los trabajadores estadounidenses no estaban dispuestos ya a aceptar, quedándose en casa con los procesos administrativos, financieros y simbólicos, como la gestión de inversiones, la venta y promoción de marcas. Esto expulsó a masas obreras al desempleo y generó olas de repudio hacia las marcas, que produjeron el auge de los movimientos “antiglobalización” o “alter-mundialistas” que devinieron en la conformación del Foro Social Mundial, conglomerado contingente de organizaciones y movimientos sociales que pretendía ser la némesis del Foro Económico Mundial y se convirtió por un tiempo en la apoteosis de las luchas internacionalistas del siglo XXI. Pero, al mismo tiempo, este pasaje significó la consolidación del nuevo modelo de producción y trabajo que terminó redefiniendo paradigmáticamente todas las actividades productivas, las prácticas laborales, e incluso las formas de vida y de relacionamiento social.

Este “sector terciario” de la economía está conformado por actividades que no resultan directamente en la producción de bienes materiales ni durables, sino en bienes “inmateriales”, esto es, servicios, productos culturales, conocimientos y la propia producción de comunicación. Una de las características del “trabajo inmaterial” que domina este sector es, precisamente, que involucra en gran proporción procesos de comunicación e interacción productiva basados en el intercambio continuo de información y conocimientos.

Negri y Hardt describieron hace ya más de 20 años cómo este modelo informático computacional se apoderó del centro del sistema productivo y terminó convirtiéndose en la lógica mediante la cual terminamos entendiendo el mundo. La lógica de la inteligencia artificial, basada en el intercambio continuo de información, acaba redeterminando incluso a la inteligencia “natural”, las formas de pensamiento humano.

“El mismo tipo de interactividad continua caracteriza a un amplio rango de actividades productivas contemporáneas, ya sea que involucren el uso de hardware informático o no. La revolución de la computación y las comunicaciones está transformando las prácticas laborales de tal modo que todas tienden hacia el modelo de las tecnologías de la información y comunicación. Las máquinas interactivas y cibernéticas se convierten en nuevas prótesis integradas a nuestros cuerpos y mentes, y en una lente a través de la cual redefinimos nuestros propios cuerpos y mentes. La antropología del ciberespacio es en verdad un reconocimiento de la nueva condición humana”.

Quiero reiterar que este texto fue escrito hace más de 20 años, cuando no existían “smartphones”, ni redes sociales, ni “big data”, ni asistentes virtuales, ni algoritmos de recomendación de contenidos. Estos señores estaban describiendo el proceso que se desarrolló con fuerza durante las siguientes dos décadas y que hoy ha pegado un salto hacia su consolidación definitiva con la coyuntura pandémica.

Así como el proceso de modernización implicó la migración de la fuerza de trabajo desde la agricultura hacia la industria, y así como la industrialización terminó modificando la actividad agrícola misma convirtiéndola en “agricultura industrial”; del mismo modo, el proceso de informatización, que Hardt y Negri llaman “posmodernización de la producción”, se evidencia mediante la migración de desde la industria hacia los servicios. Y también, el nuevo paradigma ha transformado la industria, redefiniendo sus procesos. “El nuevo imperativo gerencial es: ‘Tratar la fabricación como si fuera un servicio’”.

Hay que hacer notar que estas transformaciones se han dado durante los últimos 30 años de manera desigual dentro de las sociedades nacionales y también entre los países del Norte y el Sur globales.

Los trabajos manuales, agrícolas e industriales, siguen siendo muy numerosos, incluso mayoritarios en términos cuantitativos. Pero la concentración acelerada de los capitales en las corporaciones tecnológicas y la informatización creciente de todos los procesos productivos consolidan la ubicación del trabajo inmaterial en el centro de las relaciones de producción.

Este “devenir centro” del trabajo inmaterial genera una doble expulsión. Por un lado, arroja importantes cantidades de trabajadores manuales a la desocupación, en atención al reordenamiento de los capitales, generando un contingente de mano de obra precarizada, obreros dispuestos a trabajar bajo condiciones de degradación de derechos por la necesidad de sobrevivir.

Por otro lado, el trabajo inmaterial, debido a su naturaleza ligada a la comunicación y la información, puede ser realizado de forma descentrada. Integrantes de un equipo de trabajo pueden funcionar en conjunto sin conocerse personalmente e incluso estando en países distintos. Además, las jornadas laborales tienden a modificarse, ya que son distintos los tiempos de trabajo socialmente necesarios para generar plusvalía. La relación laboral se “flexibiliza” y crecen las contrataciones “free lance”, los trabajos independientes y el llamado “autonomismo”: esa tendencia a establecer modelos de negocio que consisten en el consumo de servicios mediante una red de prestadores que no mantienen una relación formal laboral, sino que cobran “por trabajo realizado”. Es la segunda expulsión, la de la relación “formal” de trabajo.

Durante los últimos años, hemos asistido al auge de plataformas que promueven y facilitan este tipo de relación laboral. Pero no solo se limitan al trabajo intelectual. Como señalamos antes, una de las consecuencias de la centralidad de un tipo de actividad productiva es que termina proyectándose e imponiendo sus modelos, formas y lógicas en los demás sectores. Así, de las plataformas de búsqueda de empleo para escritores, diseñadores, contadores, ingenieros y otros trabajadores inmateriales, se ha pasado, gracias a los desarrollos de softwares para dispositivos móviles conectados a internet, a las plataformas de servicios de hotelería (Airbnb), transporte (Uber), “delivery” de alimentos, medicinas y toda clase de productos, incluso hasta servicios de plomería, reparaciones eléctricas, etc.

En todos estos procesos, la comunicación y la cooperación ocupan un papel fundamental, aun cuando se individualiza la relación laboral.

El otro modelo en auge es el de los “emprendedores”. Byung Chul Han lo llama el modelo del “empresario de sí mismo”, donde “nos autoexplotamos y creemos que estamos realizándonos”. Se trata de la misma lógica del autonomismo, pero más ideologizada, ya que de verdad está presente la idea quimérica de volverse empresario.

La pandemia, con sus medidas de confinamiento y el axioma del distanciamiento físico, lo que ha ocasionado es el afianzamiento del modelo de trabajo inmaterial y la aceleración de los procesos de informatización en el centro del capital. Lógicamente, también ha intensificado la lógica de expulsión laboral y la precarización.

El capital, al borde de una crisis económica de dimensiones espeluznantes derivada directamente de la anterior, ocurrida en 2008, que además fue advertida y anunciada por economistas de todo el mundo para el año 2020, aprovechó el momento pandémico para dar un salto adelante, inyectar sumas espectaculares de dinero público a las corporaciones privadas (acumulación originaria de capital financiero), expulsar masas de fuerza de trabajo hacia la lógica del autonomismo y consolidar el nuevo paradigma tecnológico de producción y explotación.

Líneas de fuga

Pero estos cambios no son independientes. Cuando el capital da un salto de este tipo es porque está respondiendo a dinámicas y procesos que se han extendido y han modificado las formas de hacer y las formas de subjetividad. El capital intenta apropiarse de estos modelos, subsumiéndolos y ubicándolos en el centro del modo de producción. Sin embargo, sucede que este modelo de actividad productiva, el del trabajo inmaterial, que se ha viralizado en todos los aspectos de la vida social, posee unas características particulares que lo llenan de potencia revolucionaria.

El trabajo inmaterial involucra inmediatamente cooperación y la interacción social, que les son completamente inherentes. Esta fuerza cooperativa le otorga la posibilidad de valorizarse a sí mismo. Se produce un “excedente social” y toda la actividad productiva bajo este modelo asume la forma de interactividad cooperativa a través de redes lingüísticas, comunicacionales y afectivas.

Además, las situaciones límite provocadas por el neoliberalismo y las lógicas de expulsión, como el desempleo y la precarización, producen “éxodos”, que bajo las formas de rechazo al trabajo o a los modelos de explotación y de demandas por la restitución de derechos, hacen que las clases trabajadoras se alineen de frente al horizonte del poder opresor y en contra de él. Este cuadro, sumado a la comunicación y a la cooperación paradigmática de las nuevas formas de relacionamientos producen las condiciones de posibilidad para el cambio social.

La centralización del trabajo inmaterial y la viralización de su modelo productivo, comunicativo y cooperativo, hacia territorios que exceden lo estrictamente económico y abarcan la totalidad del campo social, define líneas de fuga que van desde la precarización al estallido y al levantamiento; y de allí a la cooperación y puesta en práctica de nuevas formas y lógicas de vida, producción, distribución y relaciones.

Este panorama ha sido trabajado ampliamente por los filósofos que probablemente mejor han avizorado el devenir del tiempo presente: Michael Hardt y Antonio Negri. En el tercer libro de la “saga Imperio”, titulado “Commonwealth” (2009) lo explicaron con claridad meridiana:

“Mediante los procesos de globalización, el capital no solo reúne a toda la tierra bajo su mando, sino que crea, invierte y explota la vida social en su totalidad, ordenando la vida según las jerarquías del valor económico. En las nuevas formas de producción dominantes que involucran información, códigos, conocimiento, imágenes y afectos, por ejemplo, los productores requieren cada vez más un alto grado de libertad, así como un acceso abierto a lo común, especialmente en sus formas sociales, como las redes de comunicación, bancos de información y circuitos culturales. La innovación en las tecnologías de Internet, por ejemplo, depende directamente del acceso a códigos comunes y recursos de información, así como de la capacidad de conectarse e interactuar con otros en redes sin restricciones. Y de manera más general, todas las formas de producción en redes descentralizadas, estén o no involucradas tecnologías informáticas, exigen libertad y acceso a lo común. Además, el contenido de lo que se produce, incluidas las ideas, las imágenes y los afectos, se reproduce fácilmente y, por lo tanto, tiende a ser común, resistiendo fuertemente todos los esfuerzos legales y económicos para privatizarlo o ponerlo bajo control público. La transición ya está en proceso: la producción capitalista contemporánea, al abordar sus propias necesidades, abre la posibilidad y crea las bases para un orden social y económico basado en lo común”.

Ángel González

Ángel González, periodista, articulista, analista político y del discurso, nos ofrece este espacio de reflexión crítica sobre el devenir de nuestras sociedades, las luchas populares, los cambios tecnológicos, económicos y culturales. Es un mapa de búsqueda de una potencia común que produce las condiciones de posibilidad para la transformación del mundo.

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