Opinión

El 2020, Un Equilibrio Precario (I)

Segundopaso – Mucha gente está deseosa de que este año acabe lo antes posible, lo consideran pavoso, de mal agüero, como si existiera algún enigmático vínculo entre este periodo de tiempo y las calamidades que han tenido lugar a lo largo de él. También hay mucha superstición al creer que el año nuevo vendrá acompañado de acontecimientos más favorables. Pero nada es fortuito, todos los sucesos de carácter social, económico y político son consecuencias de complejos procesos que se vienen desarrollando desde antes y que se manifiestan de distintas maneras o alcanzan un clímax en momentos determinados de la historia.

Y qué decir acerca de la naturaleza y el medio ambiente, ¿acaso no sabíamos que la explotación abusiva de los recursos tendría sus efectos? De hecho, apenas el 2020 había dejado de ser una crisálida y estaba a punto de batir sus alas cuando se supo una de las primeras malas noticias del año. Las altas temperaturas y sequía extrema en Australia extendieron los incendios que habían comenzado el año anterior. Se produjo así uno de los peores desastres de vida silvestre en la historia moderna. Las llamas acabaron con la vida de unos 3 mil millones de animales, fueron devastadas 10 millones de hectáreas y pasaron a la atmósfera unas 400 magatoneladas de CO2, lo cual impactó en los casquetes polares.

En cuanto al virus, este virus que nos atormenta y quita vidas, los que han aparecido y los que están por venir, más o menos benignos, no surgen por generación espontánea, alguna explicación racional debe determinar su origen ¿Se trata de un arma biológica diseñada para provocar una eutanasia a gran escala, como afirman las teorías conspirativas, o simplemente es un microscópico monstruo creado por la naturaleza, el resultado de múltiples factores que incluso podrían establecer una corresponsabilidad por parte del ser humano? Cualquier cosa menos la mala suerte. No se trata de ruletas, azares o albures. Todo es consecuencia de algo, tanto lo bueno como lo malo, haya sucedido en el pasado, suceda en este año o en el que está por venir.

En todo caso, el año que pronto cerrará sus puertas ha sido aleccionador para la humanidad; o al menos debería serlo, debido a las duras pruebas que los pueblos del mundo han tenido que superar y porque nos ha permitido conocer los verdaderos rostros de la maldad y la bondad. Los meses han transcurrido entre desenmascaramientos, traiciones, vilezas, mentiras, mezquindades, cobardías y descaros inéditos por parte de quienes ostentan el poder hegemónico; pero a esto se ha contrapuesto la valentía, la dignidad, la sabiduría, la resiliencia, la paciencia, la constancia, la solidaridad de los países y pueblos que conforman el eje de la resistencia y la justicia.

La pandemia, por un lado, y la arrogancia de los opresores, por el otro, actuaron como una tenaza que ha estrangulado el mundo hasta límites de tolerancia y estoicismo insospechados. La tendencia global fue hacia la inestabilidad social, militar, política y económica, sin embargo, con mucho esfuerzo y sacrificio, el mundo ha podido mantener un equilibrio, aunque precario, que le ha permitido cabalgar cada aciago día sin abandonar sus históricas luchas. La humanidad, tambaleante y desconcertada, no claudica, no ha habido resignación, sino entereza ante la adversidad pluridimensional.

Mucho antes de que asimiláramos la idea de que se nos venía encima el COVID 19, otra plaga aún peor era ya una verdadera amenaza mundial. La coalición sionista-estadounidense-wahabista carcomía el planeta desde hacía un tiempo, particularmente en el Medio Oriente. Solo las víctimas de esta alianza execrable podían catalogarla de esa manera; en cambio, para Occidente, el cerco mediático diluía en banalidades las cruentas verdades de esa región.

Lo mismo sucedía en Nuestra América, con el neofascismo haciendo estragos en Brasil, Argentina, Chile, Bolivia y Colombia, aupado por Estados Unidos e Israel. Antes del 2020, el descalabro sistémico del imperio había degenerado en un comportamiento marcado por acciones y discursos desesperados que intentaban mantener su hegemonía, de manera que la desfachatez se impuso como política de Estado, hacia afuera y hacia lo interno. Esto permite definirlo como una enfermedad continental que drena su pestilencia en América Latina desde mucho antes del 2020.

En Venezuela, por ejemplo, el desvarío yanqui, impotente ante la incansable contumacia del bolivarianismo, hincó sus colmillos a través de una campaña mediática de desprestigio y con un impacto internacional de proporciones descomunales. Esto arreció desde principios del 2020, porque su objetivo era boicotear las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre. A lo largo del año se produjeron diversas escaramuzas de carácter terrorista, sabotajes, saqueos de los activos nacionales, desestabilización de la economía, pauperización de la población, carestía y más medidas coercitivas unilaterales por parte del imperialismo norteamericano y la Unión Europea.

La peste imperial siguió actuando luego de aparecer el COVID 19 y, sin importarle para nada la emergencia sanitaria, siguieron aguijoneando al pueblo. Les importó un bledo la vida de niños, mujeres y ancianos. No obstante, la patria de Bolívar, aunque no incólume, ha resistido las montaraces embestidas de la canalla neoliberal, que ha atacado como una piara de cerdos salvajes. Pero la unidad se ha mantenido y solo se oyen los rabiosos guarridos de los vendepatrias ya defenestrados y el de su encopetado tutor, igualmente descalabrado. Pese a todo, Venezuela se mantiene en frágil equilibrio, pero con importantes victorias morales y políticas.

Es decir, los hechos que se han producido durante este año 2020, en ambos escenarios geopolíticos, Nuestra América y Medio Oriente, son consecuencias de la cólera imperial y no un producto del azar o un merecido castigo a quienes asumen su condición de insurgentes.

Por otra parte, ese mismo azote prepandémico fue el causante de un hecho condenable ocurrido el 3 de enero. Mientras que en Australia las llamas enrojecían el cielo, en Irak, el destello de los misiles acababan con la vida del general Qassem Soleimani. El mundo entero se conmovió con la funesta noticia, no porque la mayoría conociera la figura heroica del “Señor de los corazones”, ni porque supiera que con ello Soleimani se había convertido en un mártir, sino por la extrema cobardía y vileza con que actuaron sus homicidas. Nunca tuvieron el coraje de enfre

ntarlo en el campo de batalla, cuerpo a cuerpo, sino que urdieron una trampa, se movieron como chacales bajo el velo nocturnal y apretaron el botón de la muerte a distancia, desde el aire. La tecnología al servicio de la cobardía.

Semejante hecho, violatorio de toda la jurisprudencia internacional y de los valores humanos más básicos, estuvo acompañado de un abierto y público descaro, burla y cinismo por parte de los perpetradores. Muchos tuvieron la oportunidad de comprobar que el atropello imperial existe, que no es fantasía creada por la industria del cine. La maldad quedaba revelada en los mártires volatizados por las bombas. El opresor ya no actúa veladamente, no es el mismo hipócrita de antes, no lanza la piedra y esconde la mano; ahora lanza rocas más grandes, lo divulga y se ufana de ello. La frase Veni, vidi, vinci (“Vine, vi y vencí”, atribuida a Cayo Julio César), dicha a carcajadas por Hilary Clinton (2011) para referirse al asesinato de Gadafi, puso de moda la sorna y el descaro imperial. Ahora son capaces de proclamar su malignidad con risotada de hiena y celebrar mediáticamente sus matanzas. De allí que Trump se atreviera a decir, refiriéndose al mártir Soleimani: “Lo llamaban monstruo, y era un monstruo; ya no es un monstruo, está muerto”.

Luego del brutal asesinato del general Soleimani, el mundo se puso en estado de alerta ante la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial. Eran los primeros días del año. En realidad, fueron los medios que se encargaron de colocar esta idea como tendencia en las redes sociales y en los buscadores de internet. Todo parecía el preámbulo de algo mayor. La socarronería con que Washington asumió su crimen parecía una clara invitación para desatar la hecatombe. Actuaron con su barnizada patente de corso, a espaldas de cualquier principio, norma o ley.

Después de este hecho nadie podría sentirse a salvo. Sin duda, la muerte es el signo de estos malvados; mientras que la vida, la paz y la concordia brilla en los nobles pueblos que se están liberando de ese yugo. Lo que aquellos asolan estos lo reconstruyen o se mantiene en ese equilibrio precario al que nos referimos. El sentido de justicia es la cabilla indoblegable que impide la caída, y la precariedad terminará cuando los opresores muerdan el polvo de sus propias ruinas.

Por: RAMÓN MEDERO

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