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Know how sionista en la industria del 11S y el estado permanente de excepción

AUTOR: RAMÓN MEDERO. ILUSTRACIÓN: ETTEN CARVALLO

Segundo Paso para Nuestra América.- A comienzos del milenio, el declive hegemónico de Estados Unidos es muy evidente. Bush decide realizar un ataque de falsa bandera (11S) que le permita a Estados Unidos asumirse como víctima ante el mundo y, al mismo tiempo, crear con ello una doctrina, un sistema de cibervigilancia masiva contrainsurgente y una industria lucrativa. La ideología sionista, a manera de exitosa franquicia del terror, le ofrece el know how de la industria del Holocausto y participa en el montaje teatral del 11S. Se instaura así un estado de excepción global monetizado que no ha servido para frenar ningún terrorismo.

Como se sabe, a raíz de los acontecimientos del 11S, Estados Unidos y luego Reino Unido y Francia, entre otros, instrumentaron una tecnología dedicada a la cibervigilancia masiva de ciudadanos y el uso de metadatos al servicio de la doctrina de contrainsurgencia y antiterrorismo que instauró un estado permanente de excepción global. Obviamente, este tipo de injerencias es totalmente ilegítimo y no debe permitirse su aplicación como política de Estado o de manera encubierta por parte de agencias especializadas en seguridad, inteligencia o contrainteligencia, porque constituye una violación flagrante del Artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”.

El 11S fue la excusa perfecta para la implementación de una Ley y Doctrina basadas en una falsa lucha antiterrorista, que de inmediato se erigió como portentosa industria que ha recabado milmillonarias sumas de dinero provenientes de la monetización de productos culturales y de entretenimiento (videojuegos, cine, televisión por streaming); ha servido de fundamento ideológico de costosas campañas políticas, junto a toda la maquinaria de financiación y de negocios asociada a estas; ha justificado las numerosas y genocidas incursiones militares, detrás de las cuales operan importantes industrias dedicadas al belicismo que diseñan, producen y venden armamentos, equipos, accesorios y tecnologías militares, ofrecen servicios de entrenamiento o de mercenarismo y sostienen dichas incursiones bélicas con avituallamientos, mantenimiento, repuestos, insumos médicos, venta y traslado de materiales de todo tipo; a la par, allí entran en escena diversas industrias dedicadas a la expoliación de recursos ajenos de tipo mineral o energético y a la apropiación de los dineros, propiedades y reservas de oro de las naciones invadidas o intervenidas y de los sujetos sometidos a persecución. Así mismo, participan en esta rapiña posbélica, grandes y medianos consorcios pertenecientes al ámbito de la construcción en todas sus ramas, encargados de reparar las infraestructuras destruidas a causa de sus propios crímenes. De hecho, el nuevo World Trade Center es mucho más colosal que el anterior, está conformado por cinco rascacielos, uno de los cuales es considerado como el más alto del hemisferio occidental, con 541.3 metros de altura y al cual se le conoce como La Torre de la Libertad (The Freedom Tower) y también como One World Trade Center.

Volviendo al tema de la ilegitimidad de la cibervigilancia, más allá de las críticas y precisiones que podamos tener respecto a la Declaración Universal de Derechos Humanos, en particular a la validez de la pretendida categoría universal, así como la metodología con que se construyó dicha Declaración y la manipulación que de ella hacen los centros de poder hegemónicos, a través de una compleja red global de ONGs, dedicada al monitoreo y observación de los Derechos Humanos en el planeta, no cabe duda que el fisgoneo de la intimidad ajena es ilegal desde todo punto de vista y, sobre todo, porque no ha servido para frenar ninguna acción terrorista.

Las razones por las cuales este sistema tecnológico de control no ha servido para frenar la conspiración de ninguna fuerza exógena contra la Seguridad Nacional de este bloque de poder se deben, en primer lugar, a que las amenazas enunciadas y descritas de manera obsesiva por distintos voceros, informes y medios, son sencillamente un constructo mental, una propaganda falsa, una entelequia. En segundo lugar, porque el término terrorista pasó a ser sinónimo de adversario o enemigo ideológico o doctrinal de las democracias occidentales y ya no una organización del llamado islamismo extremista como las que dibujaron en el subconsciente global antes y después del 11S; y, en tercer lugar, porque todo se trata de un cínico montaje para disfrazar el único y verdadero terrorismo que sí ha provocado grandes pérdidas humanas y materiales, y que mantiene en constante zozobra al mundo entero, el terrorismo que proviene de las organizaciones imperiales. Es decir, todo ha sido un mero distractivo para crear, con el apoyo de algunos países de Europa, el sionismo y Arabia Saudita, sus propias sectas fundamentalistas, como son el salafismo y el takfirismo, de donde surge el ISIS, Al Qaeda y otras organizaciones que estuvieron al servicio de sus intereses en Asia Occidental (Afganistán Siria, Irak, Libia). Estas sectas, junto al aparato militar de la OTAN y los ejércitos nacionales configuran ese retrato elaborado por los propios países dominantes sobre lo que es o debe ser considerado terrorismo y terrorista. Se trata de un vulgar acto ilusionista para causar el mayor terror psicológico, destructivo y genocida posible en el Sur Global, amparados en esa Doctrina y Ley antiterrorista, que justifica y legítima dichas acciones como heroicas campañas para proteger su Seguridad Nacional y el mundo todo.

En cambio, este modelo de vigilancia a gran escala que practican Estados Unidos, Reino Unido y Francia, entre otros, sí ha servido como recurso para intentar mantener el statu quo de esas mal llamadas democracias, para desmovilizar a los pueblos y pacificarlos y, por supuesto, para incrementar las arcas de esos Estados, empresas y particulares. La vigilancia masiva, entre otras cosas, intenta mantener a flote el torpedeado buque insignia del imperialismo, tratando de evitar el clima insurreccional en sus contextos nacionales, bastantes polarizados económica y políticamente, y frenar los proyectos disruptivos del Sur Global, como es el caso de Venezuela, Cuba, Nicaragua, Bolivia, Irán, Palestina, Yemen, Irak, Siria, Rusia, China, Turquía y muchos otros que luchan para establecer un nuevo orden internacional, de carácter multipolar.

Esta tecnopolítica de la vigilancia derivada de los hechos del 11 de septiembre de 2001, ha sido utilizada por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) contra el pueblo de Estados Unidos y, en cada país, por las agencias de inteligencia o seguridad respectivas, convirtiéndose con el tiempo en un sistema de control global. Lo más relevante de todo esto, es que el disparador de esa tecnopolítica haya sido un evento local de falsa bandera, al que se le dio un estatus de suceso con alcance e impacto internacional, de ataque al mundo, y cuyas causas fueron descritas desde la subjetividad colonialista estadounidense como un atentado terrorista perpetrado por el grupo fundamentalista islámico.

El 11S constituye un falso relato oficial que se impuso como verdad única e incuestionable y que debe ser repetida por todos los medios de comunicación y gobiernos del planeta, siguiendo al pie de la letra el guión preestablecido. A partir de allí, tanto los musulmanes de todas las escuelas como los países insurgentes del Sur Global, así como pensadores críticos, organizaciones militantes de la contrahegemonía y particulares que ejercen el periodismo, el activismo de Internet o consultores tecnológicos con perfiles similares al de Julian Assange y Edward Joseph Snowden, pasaron a ser los parias y, al mismo tiempo, las víctimas de la descomedida campaña propagandística hegemónica, señalándolos como fanáticos violentos y desadaptados, enemigos de la civilización occidental.

Basta con revisar la programación de las plataformas streaming para constatar los efectos 11S y la monetización de su doctrina. En las series y películas producidas por los consorcios de entretenimiento estadounidenses y sionistas se puede constatar la islamofobia y el trato despectivo hacia árabes, latinoamericanos y asiáticos, particularmente contra países como Venezuela, que sirve de referente en muchas tramas de tema delincuencial o de espionaje (antes lo eran Cuba y Colombia), como país corrupto, con un pueblo sometido por una dictadura, aliado de países terroristas, violador de los derechos humanos, productor y distribuidor de drogas, país bananero, retrasado tecnológicamente, violento e ingobernable, en situación de crisis humanitaria, y paremos de contar. Un trato similar, pero de otro orden, lo padecen Irán, Rusia y China; en cambio, Colombia y México sirven para exaltar la “buena vida”, el consumismo, las aventuras y el poder de los carteles de la droga.

Veamos brevemente un ejemplo de esa industria del 11S, en la cinematografía que ofrece este tipo de plataformas. Se trata de la serie Jack Ryande Tom Clancy que trasmite Prime Video, un bodrio repulsivo que no dejó por fuera ningún cliché o estereotipo de los manuales de propaganda y donde la tecnología de cibervigilancia está presente como leitmotiv a lo largo de todos sus episodios. Dedica toda una temporada a cada tema que forma parte del radar contrainsurgente de Occidente. En la temporada 1, la historia comienza en el Valle de la Becá, Líbano (1983), donde reside buena parte de la población musulmana chiita. Es una clara referencia a los atentados contra los cuarteles de la Fuerza Multinacional (MNF) francesa-estadounidense estacionadas en Beirut y la historia se extiende hasta el tiempo presente. Los episodios que siguen están dedicados a tergiversar los hechos y a condenar el islam, a los chiitas y a la Revolución Islámica de Irán, estigmatizándolos como terroristas. Otra temporada está dedicada a Rusia, mientas que la temporada 2 trata sobre Venezuela. Allí, “Jack Ryan busca la verdad detrás de las transacciones de Venezuela con varias potencias mundiales … y se enfrentan a la campaña de reelección de un líder venezolano”, de nombre Nicolás Reyes, a quien Jack golpea física y moralmente como quien drena toda su ira contra un saco de boxeo. Una especie de terapia del odio reprimido.

Esta serie es una cosa realmente inaudita y vergonzosa, lo que se ve representado en ella es pura difamación e injuria contra estos países, sus pueblos y los personajes representados allí, nada ficticios ni fortuitamente coincidentes. Esto nos debe mover a la reflexión acerca de la impunidad con que operan estas corporaciones de entretenimiento y la impotencia que sentimos quienes nos vemos caricaturizados de forma tan grotesca. Es tan patéticamente propagandístico y panfletario que el guión parece estar escrito a dos manos, entre la CIA y Juan Guaidó, el “expresidente interino de Venezuela” o petimetre ladronzuelo ya desechado por USA. Allí están representados quiénes son terroristas y qué es terrorismo, por supuesto, desde la visión del supremo vigilante.

Volviendo al 11S y sus nefastas consecuencias para el mundo, debemos afirmar que estamos ante otra manipulación histórica impuesta por los poderes colonialistas. Es otro falso mito sembrado artificialmente a costa de miles de vidas y al cual se recurre para justificar los crímenes que se cometan en su nombre. No cabe duda que el 11S ha sido utilizado por Estados Unidos con un propósito similar al de la tesis del Holocausto por parte del sionismo, en ambos casos se apela al dolor colectivo nacional, a la compasión global hacia un hecho funesto de grandes proporciones y, finalmente, las dos tesis se presentan como verdades absolutas, incuestionables, dogmáticas, sin lugar a interpretaciones. Igualmente, ambas se consolidan como industrias que usufructúan el dolor ajeno ligado a tan dramáticos hechos históricos y sacan provecho económico del exterminio y la tropelía que ejecutan y promueven contra otros países.

Por otra parte, la teoría de que el 11S fue un acontecimiento de falsa bandera no es cosa reciente ni forma parte de una teoría conspiranoica. Se han querido subestimar y vapulear las investigaciones realizadas por el francés Thierry Meyssan, de la Red Voltaire, entre otros. Pero los resultados de los estudios apuntan a que los ataques contra las Torres Gemelas, el complejo de edificios del Centro Mundial de Comercio (World Trade Center) de Nueva York y la sede del Pentágono en Washington no fueron producto de fuerzas exógenas, sino de fuerzas endógenas, un autoatentado que tuvo el apoyo de los servicios de inteligencia sionistas.

Las razones para llevar a cabo este ataque desde adentro, a manos de la parte amiga y no enemiga, se fundamenta en que Estados Unidos, el tan temido e implacable victimario, la nación heroica con dos guerras mundiales en su haber, que destronó a España, Inglaterra y Francia de sus poderes hegemónicos, el de las muchas invasiones, grandes despliegues multicontinentales y centenares de bases en todo el orbe, no contaba con una historia de nación atacada ni de pueblo masacrado, como sí lo tenía el postizo pueblo judío con su sobrevalorado Holocausto.

Recordemos que el sionismo primero elaboró el relato de que los judíos constituyen un pueblo y una nación y luego, bajo esa falsa premisa, se valió inmoralmente del tan lamentable genocidio padecido por los creyentes y practicantes del judaísmo a manos del nazismo, para construir el mito del Holocausto y, con ello, el de pueblo huérfano, perseguido, masacrado, a la deriva, que exige se le devuelva la Tierra Prometida, usurpada por los palestinos. Para aplacar tamaña malcriadez, había que despojar de su tierra a ese otro pueblo, así que la usurpación fue legitimada por la recién nacida ONU (1948) y, de esta manera, el sionismo logró su anhelada Eretz Israel, lo que luego dio paso a innumerables acciones bélicas, la aplicación del apartheid y el genocidio sistemático contra los palestinos, con el fin de sostener esa gigantesca falsedad e infame ideología.

En cambio, Estados Unidos, que se conformó a finales del siglo XVIII como Nación Estado al norte del continente, no requiere del expolio de tierras ajenas para este fin, aunque siempre ocupó, compró y sometió territorios y culturas, apoderándose de bienes ajenos como el corsario y filibustero que siempre ha sido, dada su herencia británica. Lo que sí le faltaba a este imperio era padecer una tragedia descomunal en su propia tierra que le otorgara derechos de por vida y le permitiera imponer sus doctrinas expansionistas con el apoyo moral de la opinión internacional. Si bien Pearl Harbor (1941) conmocionó al pueblo de Estados Unidos, esto sucedió fuera de América (Hawái) y, aunque provocó su ingreso a la Segunda Guerra Mundial, en dos teatros de guerra simultáneos, Europa y Pacífico, no tuvo el impacto mundial que tuvo y sigue teniendo el Holocausto para beneficio de la ideología sionista.

Se requería algo de grandes proporciones para alcanzar ese mismo nivel de manipulación. Dicho esto, las locaciones perfectas para la escenificación teatral de la gran catástrofe eran New York, el cosmopolita y extravagante emporio bursátil y del libre mercado, cuna de la suntuosidad y el derroche, y sede de la ONU; y Washington, asiento del Poder Ejecutivo, de la diplomacia mundial, de la plutocracia y el máximo organismo de Defensa Nacional de los Estados Unidos. Para el ciudadano promedio estadounidense, estas ciudades y sus infraestructuras forman parte de los sagrados símbolos del poderío financiero y militar de Estados Unidos; y lo siguen siendo, dado que el Pentágono no fue destruido y el WTC volvió a erigirse a lo largo de Greenwich Street, más poderoso que antes. Por tanto, están presentes en el imaginario colectivo como la representación física de la identidad nacional, del concepto de patriapoderío nacionalpoderío económico y orgullo patriótico.

En tal sentido, atacar estos sitios emblemáticos no solo significó atacar la imagen de protectorado global invencible que tiene Estados Unidos, al menos en la mente de aquellos que se subordinan a la idea de que ese país es en verdad el gendarme necesario y el paladín de la democracia, sino que también debe considerarse como una imperdonable afrenta a la esencia misma del ser estadounidense. La vulnerabilidad simulada, pero bien documentada por los medios, sin lugar a dudas produjo un estado de total incertidumbre, desamparo, orfandad, ira, indignación y confusión en ese país y en buena parte del mundo.

Esta narrativa de nación víctima y ya no victimaria, atacada a mansalva, que no pudo defenderse a pesar de tanto poder militar, tecnológico y de un sofisticado aparato de inteligencia y contrainteligencia, se difundió de manera paralela a los acontecimientos. Pasó a convertirse inmediatamente en una posverdad, porque adulteró y vició premeditadamente los hechos, con el fin de implantar en la opinión pública una emotividad que fuera favorable a los planes hegemónicos que estaban por venir.

El número de fallecidos (asesinados), lo sagrado de las infraestructuras, el ofendido honor patrio, el horror al terrorismo, la xenofobia, la islamofobia ya bien acuñados en la cinematografía y en los medios, así como el derecho a la legítima defensa, el sentimiento de venganza, cólera y frustración, moldearon las emociones de la opinión pública nacional e internacional y dibujó el rostro, el nombre y hasta la guarida del enemigo: Irak.

Situado en el nuevo milenio, viendo el declive de su hegemonía y lo agotadas que estaban ya sus prebendas obtenidas como “supremo vencedor” de la Segunda Guerra Mundial (siempre hizo completa abstracción del papel determinante de la Unión Soviética), Estados Unidos necesitaba dar un giro abrupto a esa degastada imagen de nación triunfal y asumir la de víctima desvalida. Debía lograr lo que había logrado el sionismo sobre la base de un hecho considerado como cierto. Necesitaba provocar artificialmente una hecatombe nacional que suscitara solidaridades ciegas y automáticas en todo el mundo, un evento de proporciones descomunales que pudiera ser hábilmente mercantilizado e industrializado y que sirviera para esgrimirlo como argumento irrefutable que justificase sus acciones colonialistas y genocidas contra el mundo, así como lo ha hecho el sionismo contra Palestina y pretende hacer en Asia Occidental y América Latina.

El sionismo fue el mejor mentor para curar esa patológica ansiedad de Estados Unidos por obtener su propia tragedia nacional. Su modelo y metodología eran exitosos y reproducibles. El haber logrado refundar y reunificar el mítico “Estado de Israel” con el apoyo moral y económico de grandes potencias y, al mismo tiempo, haber sacado provecho económico de ello desde hace décadas, lo convierten en una franquicia. Así que estaba a la orden el know-how sionista, a la disposición para venderse o intercambiar por algún favor. De este modo, y con semejante asesor, Estados Unidos construyó con gran premura esa historia ficcional creíble del 11S y la industria asociada a este, tan macabra como la industria del Holocausto. Es por ello que la rúbrica sionista está estampada en el cinismo, la crueldad y el engaño de todo lo que rodea a ese evento genocida del World Trade Center.

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